Tant m'abellis
l'amoros pessamens
que s'es vengutz e mon
fin cor assire,
per que no-i pot
nuills autre pes caber
ni mais negus no m'es
dous ni plazens,
qu'adonc viu sas quan
m'aucizo-l cossire
e fin'amors aleuja-m
mo martire
que-m promet joi, mas
trop lo-m dona len,
qu'ap bel semblan m'a
trainat longamen.
Cuando pienso en el
simiesco y jorobado Lanzarote, allá por las soledades de la campiña
inglesa, en busca de un dragón que ponga fin a sus pesares, siempre
me lo imagino rumiando este poema del siglo XII, escrito por el
obispo Folquet, pues en aquella época de atraso y barbarie, hasta
los clérigos cultivaban la lírica trovadoresca.
Tanto fascinó a Dante
esta exaltación de la naturaleza trágica del amor que, cuando
presenta en la otra vida al poeta medieval Arnaut Daniel, evoca el
Tant m'abellis para indicar su oficio. Como no la hemos
comprado, ignoramos si Dan Brown hace alusión a este conmovedor
pasaje en su última novela, aunque si hemos de guiarnos por el
título, sospechamos que no llegó al Purgatorio.
Uno de los mayores
tesoros de mi biblioteca es el Libro de la Orden de la Caballería
de Ramon Llull, que compré por cuatro duros estando en la
universidad. Como todas las obras del beato mallorquín (no catalán,
como me dijo cierto “hintelectual”), es un texto fascinante, cuya
representación del ideal caballeresco nada tiene que ver con los
lugares comunes de la literatura contemporánea. Pero lo que más me
llamó la atención del libro fue que el autor insistiese, ya desde
la primera página, en que había escrito su tratado en la lengua
lemosina.
Era una precisión
superflua para cualquier lector familiarizado con la poesía de la
época. En la Europa de los trovadores, el lemosín había
desplazado, dentro de las lenguas romances, al latín como lengua
culta. Ricardo Corazón de León escribió un solo poema en toda su
vida, y no lo hizo en latín ni en inglés, sino en la lengua de Oc,
seguramente para que su augusta madre, Leonor de Aquitania, no le
diera un tirón de orejas.
Por ello, no es extraño
que Llull, como el obispo Folquet, Arnaut Daniel o el mismísimo
Dante en esa estrofa de la Divina Comedia, utilicen el
provenzal para expresar sus sentimientos. Como tampoco lo es que
fuera necesaria la existencia de traductores del occitano al catalán
en la Barcelona medieval durante varios siglos.
Mañana se celebra la Diada
de Cataluña, con la vista puesta en la del año que viene, por el
anhelo separatista de que coincida la secesión con el tercer
centenario del episodio de Rafael Casanova. Personas mejor formadas
que yo les habrán explicado ya que aquel señor tenía de
nacionalista lo que Shemer Olufunmilayo de judío abisinio.
Inútil es insistir a
estas alturas en que el mártir por excelencia de la independencia
catalana luchaba por un candidato al trono de España, que enarboló
el estandarte de Santa Eulalia y no la senyera (que tampoco
inventó Wifredo el Velloso, dicho sea de paso) y, por supuesto, que
no murió en 1714 sino en 1743, tras una larga y próspera carrera
como abogado durante el reinado de los Borbones.
Dar clases de historia al
nacionalismo (la herejía de nuestro tiempo, en palabras de Juan
Pablo II) es tan provechoso como hablar a la pared. Si nuestro
cerebro de reptil funcionara según los principios del método
científico y bastara con mostrar los hechos para aceptarlos, gran
parte de los males que aquejan a España desaparecerían como por
ensalmo. Desgraciadamente, son muchos los que no saben, pero muchos
más los que prefieren no saber.
Cuando alguien me critica
por hablar con tanta ligereza de estos asuntos, desconociendo la
realidad catalana, le doy la razón. Los que somos de letras no damos
más de sí; por eso me quedé en la realidad a secas. Sé mucho
menos de lo que quisiera de esta hermosa región, como así la
llamaban los poetas de la Renaixença (que por cierto se jactaban de
escribir no en catalán, sino en llemosí), y lo poco
que sé lo aprendí leyendo La Saga de los Rius y la segunda
parte del Quijote.
Mucho nos hemos reído
este verano a costa del subvencionado disparate de que Cervantes era
catalán (y descendiente de Miguel Servet, nada menos). Lo terrible
es que dentro de unos años, a base de repetirlo en los libros de
texto y la wikipedia, habrá toda una generación que se lo crea a
pies juntillas.
A estas personas no les
entrará en la cabeza, por muchos documentos que lo demuestren, que
Cataluña se llamaba Hispania Citerior en tiempos de los romanos, la
Marca Hispánica cuando mandaba Carlomagno (volvemos a Dan Brown), y
como Primados de las Españas firmaron durante siglos los arzobispos
de Tarragona. Pero eso, al fin y al cabo, son fuentes históricas
escritas por charnegos. Leamos la Crónica de Jaime I el
Conquistador, que por fuerza dirá lo contrario. O no: “Car nos
ho fem la primera cosa per Deu, la segona per salvar Espanya, la
terça que nos e vos haiam tan bon preu e tan gran honor que per nos
e per vossin salvada Espanya.”
No hace falta refutar los
embustes sobre el Corpus de la Sangre o los Decretos de Nueva Planta
para contar anécdotas que pondrían la pell de gallina a
nacionalistas de todos los partidos. ¿Y si les dijera que detrás de
la campaña publicitaria del odiado toro de Osborne estaba un
catalán, Miquel de Monfort? ¿O que El Novio de la Muerte fue
compuesto por el catalán Joan Costa? ¿O que el 12 de Octubre
celebramos el Día de la Hispanidad gracias al empeño de la
burguesía catalana por renovar los lazos comerciales de España con
sus antiguas posesiones de ultramar, tras el desastre del 98? ¿O que
los mossos d'escuadra fueron creados durante el reinado del
opresor Felipe V?
Me temo que su respuesta
sería la misma que la de Dan Brown cuando alguien le pregunta cómo
pudo Constantino sacarse el Nuevo Testamento de la toga pretexta, si
los autores cristianos (empezando por mi patrón, Teófilo de
Cesarea) llevaban tres siglos citando en sus obras versículos que
aún no se habían escrito: “Eso son pistas falsas,
dejadas por los agentes de la Conspiración para
manipular la historia.” Claro
que sí. Y la Tierra se creó hace seis mil años, pero el
Diablo, que no tiene otra cosa mejor que hacer, esconde huesos de
dinosaurios para poner a prueba nuestra fe.
Este rechazo instintivo a
la verdad es tan triste como inevitable. Del creacionismo a la
Atlántida, pasando por el amor ciego, algunas fantasías son
demasiado agradables para abandonarlas. El problema es que, a fuerza
de repetir estas mentiras, no sólo convencen a sus partidarios. Por
desconocimiento de la historia de España, todos hemos acabado
aceptando esa panoplia de tradiciones inventadas y agravios
imaginarios. Se acusa a menudo de debilidad a los gobernantes que no
ponen freno a esos desmanes, olvidando que es muy fácil ser justo y
sabio cuando uno no tiene que tomar esas decisiones. Y resulta
complicado rebatir tales patrañas si no se sabe que lo son.
Yo podría vivir en una
Cataluña imaginada, como la que soñara Tolkien para su Tierra
Media, pero no en una Cataluña imaginaria, que se avergüenza de que
los condes de Barcelona desciendan de un señor de Burgos llamado
Rodrigo Díaz de Vivar.
¿O por qué creen ustedes que la hermana de
Ramón Berenguer IV se llamaba Jimena?
Teófilo Hurtado
Navarro.
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