viernes, 12 de julio de 2013

Dieciséis Velas

Estimados lectores: como habrán comprobado, mi ritmo de publicación ha disminuido en las últimas semanas. En parte se debe a un exceso de trabajo en mi vida cotidiana, pero también al deseo de retomar algunos proyectos que tenía abandonados desde hace tiempo. Espero seguir escribiendo en el blog, pero no se alarmen si ya no lo hago con la regularidad acostumbrada.

La entrada de hoy es especial por varios motivos. Para empezar, es mucho más extensa de lo normal, dada mi legendaria incapacidad de síntesis. Por otro lado, no está dedicada a ninguno de los temas habituales, aunque en cierto modo todos están presentes a lo largo de sus párrafos. Por último, es la primera vez, y quizá la última, que firme un artículo de este blog con mi verdadero nombre.

Nunca he pretendido ampararme en el anonimato para hacer crítica literaria con impunidad, entre otras cosas porque sería inútil. Con sólo leer un par de entradas, cualquiera que me conozca deducirá mi identidad de inmediato.

Dos razones me llevaron a utilizar un seudónimo. La primera era un simple divertimento; me crié leyendo historias sobre el Preste Juan, por lo que hacerme pasar por un judío abisinio me pareció una forma curiosa de dar un toque de humor a mis crónicas.

La otra es que mis gustos musicales, cinematográficos o literarios no tienen la menor importancia. Si mis reseñas les sirven para descubrir alguna obra que les haga mejores personas, me alegro por ustedes, pero el mérito es del autor, no mío.

Pero en esta ocasión, el honor me obliga a quitarme la máscara y mostrar el rostro de Muerte con todas sus cicatrices. Nuestro verdadero nombre es lo menos que debemos a los muertos.


Mi primer recuerdo nítido del terrorismo se remonta al verano del 86; el 17 de junio, para ser exactos. Por aquella época, yo estaba más interesado en conseguir cualquier libro de la colección Altea Junior que cayera en mis manos, desde El Caballero de la Carreta hasta Till Eulenspiegel, lo que provocó más de un ceño fruncido en clase cada vez que osaba escribir el resumen de un libro que se saliera de la ortodoxia del Barco de Vapor.

Aquel año fue uno de los más sangrientos en la historia de la ETA, pero la mente infantil tarda demasiado en asimilar el concepto de la muerte como algo definitivo e irreversible, y en mi caso no sucedió hasta los siete años, cuando me di cuenta de que, si aquellos tres militares se iban al cielo, no volverían tan fácilmente como si se hubieran ido a Sevilla a ver los toros.

¿Qué fue lo que me hizo madurar? ¿La sangre, los agujeros de bala o la frialdad inherente a todo homicidio premeditado? Como he dicho, no lo sé. Pero recuerdo con claridad mi reacción aquella noche, ingenua si quieren, pero lógica en un crío que se sabía de memoria el cuadernillo de Juan Marqués Suriñach: rezar a Dios para que enviara un ángel a ayudarnos en la lucha contra las fuerzas del mal.

Yo era entonces la mitad de alto que ahora, y por lo tanto ocho veces menos malvado (si es que la proporción de la ley cúbica-cuadrada se cumple también en lo moral), así que tal vez Dios me hizo caso, por más que yo no tuviera forma de saberlo. Pero incluso si fue así (y yo creo que así fue), también en la oración hay que ser prudentes. Hace tiempo, los escolares se sabían de carrerilla “El Tren Expreso” y otros versos de Campoamor. Personalmente, prefiero sus humoradas, como aquel epigrama que debería regalarse como marcapáginas de todas las novelas históricas:

"Hoy recuerdo con espanto

que de niño recé un día

ante un busto que creía

que era la imagen de un santo.

Mas supe cuando llegué

a la edad de la razón

que era el busto al que recé

un retrato de Nerón."

Así me sentí al día siguiente del atentado, cuando, como todas las mañanas, me puse a leer cada uno de los periódicos en el quiosco de mis padres. Entonces descubrí que una de las tres víctimas era el comandante Ricardo Sáenz de Ynestrillas. El nombre no me decía nada, pero para eso están los artículos de fondo. Así me enteré de que fue uno de los participantes en el golpe de estado del 23-F, aunque salió mucho mejor parado que Tejero.

Yo estaba hecho un lío. ¿Aquel hombre era bueno o malo? ¿Habían hecho bien los encapuchados del Comando Madrid, a las órdenes de Iñaki de Juana Chaos, en volarle la tapa de los sesos? ¿Y qué pasa con Francisco Casillas y Carlos Vesteiro, los dos militares que iban con él? ¿Merecían morir todos? ¿Ninguno de los tres? ¿Unos sí y otros no?

El niño que fui habría preferido que su primer contacto con el terrorismo fuera un asunto más sencillo desde el punto de vista ético, porque no se había parado a pensar que el precio de su comodidad intelectual eran ataúdes blancos en una casa cuartel, como las cinco niñas del atentado de Zaragoza a finales del 87: Silvia Fernández, Silvia Ballarín, Rocío Capilla y las gemelas Esther y Miriam Barrera. Gran victoria de Josu Ternera y Henri Parot.


El hombre que soy se alegra de que tuviera que reflexionar desde un principio sobre estas cuestiones. Sin aquellas dudas, habría acabado cediendo a esas ideas perversas que se deslizan con demasiada frecuencia por los medios de comunicación.

Todos hemos oído esta frase en alguna ocasión: "Puede que la ETA tuviera alguna justificación cuando luchaba contra la dictadura, pero en democracia, no." Invariablemente, en boca del tertuliano más prestigioso de la mesa, ése que dice verdades como puños, tan vehemente en sus opiniones como ignorante de los hechos en que se apoyan, jaleado con entusiasmo por un público que se rompe las manos cuando se enciende el rótulo de aplaudir, no sea que les dejen sin bocadillo.

Supongo que muchas personas dicen esto sin malicia, convencidos de que están defendiendo algo tan evidente como que el terrorismo es inaceptable en un régimen democrático con pluralismo político y libertad de expresión.

El problema de este razonamiento es su punto de partida, al considerar que el terrorismo es aceptable en ciertos casos. “No, no”, se apresurará a corregirnos el susodicho si alguien le hace esta observación, “el terrorismo nunca es aceptable. Yo estoy en contra del terrorismo, siempre. Pero entiendo que, en una dictadura, ante las provocaciones de un gobierno despótico, haya personas que empleen métodos violentos como último recurso.”

Pero esta aclaración, lejos de despejar mis dudas, me recuerda a los considerandos de aquella sentencia de 1989 de la Audiencia Provincial de Lérida, donde si bien se condenaba a un empresario por abusos deshonestos a una empleada menor de edad, el ponente reprochó a la víctima que llevara una falda tan corta, lo que provocó “en cierta forma y acaso inocentemente” la reacción de su jefe.

Las víctimas del terrorismo, siempre provocando.

¿A quién se le ocurre ir por según qué barrios de según qué ciudades con la bandera de España? Mira que se lo dijimos. Luego pasa lo que pasa.

Y si creen que se trata de una analogía tramposa, piensen en las veces que han oído a políticos y periodistas recriminarles que vayan por ahí pidiendo memoria, dignidad y justicia, en vez de quedarse en casa con la pata quebrada, mientras ellos negocian el proceso de paz.

Pasó el tiempo. En el 92, ese año donde íbamos a atar los perros con longaniza, nos encargaron escribir una redacción sobre el terrorismo. El motivo es que el día anterior, 10 de Febrero, había muerto el guardia civil Ángel García Rabadán. Un coche bomba activado por control remoto. José Luis Urrusolo Sistiaga nunca falla.

Quizá no debí coger el bolígrafo con tanto enfado. Más que por el atentado en sí, por ser la primera vez, en toda la EGB, que se molestaran en tratar el tema del terrorismo en mi colegio. Pero lo verdaderamente insultante era la certeza de que sólo lo habían hecho porque García Rabadán era la primera víctima murciana de la ETA.

Para empezar, esto era falso. Los etarras llevaban matando murcianos desde el 74, pero como eso pasó en el régimen anterior, supongo que no cuenta. No es que yo fuera un experto en la materia; me limitaba a ir a clase después de haber leído toda la prensa en el quiosco. Era un trabajo muy esclavo, pero vivir en internet antes de que internet existiera tenía sus ventajas.

Pero eso era lo de menos. Lo que escapaba a mi comprensión era que todas aquellas muertes, secuestros y extorsiones fueran una tragedia lejana para nosotros. Algo que nos daba lástima (no somos monstruos, después de todo), pero que tampoco nos quitaba el sueño. Y lo que me avergonzaba era la convicción de que las personas que se alistan en la policía, el ejército o la guardia civil, empezando por el propio Rabadán, no padecían esa miopía moral en grado agudo.

Me gustaría decir que gané un premio con aquella redacción, o que recibí al menos unas palmaditas en la espalda de mis profesores. A decir verdad, un secreto orgullo me hacía preferir a todo esto que me llevaran a rastras al despacho del director para echarme la bronca, por convertir la escuela en objetivo terrorista en vez de limitarme a decir que la ETA es muy mala y que nosotros queremos la paz, como hacen los niños buenos.

Pero no dijeron nada. Nunca. Llevo años preguntándome si la leyeron siquiera. Como no era un trabajo de clase en sentido estricto (dijeron que era para un concurso o algo así), puede que se llevaran todas las redacciones del colegio y acabaran en un almacén bajo el Arca de la Alianza. O tal vez se limitaran a tomar nuestros datos con fines publicitarios; no sería la primera vez que vendieran enciclopedias a mis padres con ese truco. O quizá sí la leyeron, mis maestros o los poderes en la sombra que seleccionan cerebros a través de pruebas como ésta para proyectos militares ultrasecretos, pero no estaba tan bien escrita como yo pensaba.

El colegio dio paso al instituto, donde el terrorismo seguía siendo eso que sucede a los demás... Hasta llegar a COU (que era como el PREU, pero sin José Luis López Vázquez). Parece que incluso en los lugares más recónditos de España, las amenazas de bomba en período de exámenes son un elemento indispensable de la enseñanza media. Mi encantadora maestra de latín, con resignación cristiana tirando a agnóstica, nos sacó del aula y terminamos el examen en la calle, para no correr peligro (los que somos de letras no entendemos del todo el concepto de onda expansiva).

Huelga decir que no había tal bomba. Lo que nunca se supo fue la identidad del gamberro que hizo la llamada. Emplearía un término más preciso, pero como no me canso de repetir, este blog lo leen señoras decentes.

Me niego a creer que fuera alguien de mi clase, ni siquiera de mi promoción; prefiero pensar que ni siquiera lo conozco. Pero me gustaría que esa persona, en el improbable caso de que algún día llegue a leer estas líneas, dedique cinco minutos de su apretada agenda a leer los nombres que aparecen en a lo largo de este artículo. O mejor, que lea una lista de víctimas de la ETA. Y luego les cuente esta anécdota a los familiares y amigos de Irene Villa, Francisco Tomás y Valiente o Alberto Jiménez Becerril. Seguro que les hará tanta gracia como a mí en su momento.

Me dirán que estas “inofensivas travesuras” no sólo pasan en mi pueblo. Y lo malo es que tienen razón. Me consta que no somos el único rincón de España donde algún impresentable vota, año tras año, a Herri Batasuna y sucedáneos. Por hacer la gracia.

Yo no pude votar en las elecciones generales de ese mismo año, porque según la ley no era lo bastante maduro. Y no se lo reprocho. Hay niñas con la mitad de mi edad infinitamente más juiciosas e inteligentes que yo. Lo que me parece mal es que a ellas no les dejen votar y a ese paisano sí.

Un año después, y a pesar de mi poco distinguido paso por la selectividad, aprobé primero de Derecho, lo que significaba pasarme el verano trabajando para los malos estudiantes con posibles, como venía haciendo desde que era pequeño. Pero tampoco me importaba, porque por primera vez en mi vida, mis notas habían servido para algo: el próximo curso, mis padres no tendrían que pagar la matrícula. Seguían sin darme una beca, pero algo es algo.

Lo cierto es que el verano del 97 empezaba con buen pie. En la tele estrenaban cierta serie llamada Xena, en Radio 3 ponían música para puristas del country y las fuerzas y cuerpos de seguridad del estado liberaban a José Antonio Ortega Lara (y a Cosme Delclaux, que a veces se nos olvida).

Más que su cuerpo demacrado, con aquella barba más gruesa que su propio cuerpo tras casi dos años de cautiverio infernal, lo que me impresionó de Ortega Lara fue su mirada. Era una mezcla de alegría y desesperación; porque todo ha terminado y puede al fin reunirse con los suyos, pero es una felicidad ensombrecida por el temor a que su sacrificio haya sido en vano si la nación se ha rebajado, como tantas otras veces, a abyectas negociaciones con tal de salvarle la vida.


El hecho de que la dilatación de sus pupilas delatara esta preocupación, gracias a Dios infundada, no hizo sino acrecentar mi admiración por este hombre. Cuando volví a verlo al cabo de los años, en su primera entrevista en televisión (en aquel extraño telediario de Sánchez Dragó en Telemadrid), seguía conservando esa mirada. No la del hombre que simplemente ha sobrevivido a horrores inimaginables, sino la de quien, aun sufriendo las peores torturas y privaciones, en lo único que piensa es en los demás.

Mientras me dedicaba uno de sus libros, le dije a Sánchez Dragó que lo más triste es que mucha gente se perdió aquella joya al emitirse en un canal autonómico. Yo mismo vi el programa por pura casualidad; esa noche pernoctaba en Madrid (los que me conocen ya saben dónde, y lo que pasó a la mañana siguiente), y por suerte estaba haciendo zapping hasta que empezara el capítulo de 24 en Antena 3. A Dragó todo esto le sonaba a chino, pero es que, si no se lo digo, reviento. Son tantas las cosas que le debo a Jack Bauer…

Aquella silenciosa dignidad de Ortega Lara era demasiado humillante para sus secuestradores. Necesitaban desquitarse cuanto antes. Así que decidieron secuestrar y asesinar a un joven concejal del PP y batería del grupo Póker llamado Miguel Ángel Blanco.

Me gustaría decir que recuerdo hasta el más mínimo detalle de aquellos días. Pero sería una mentira. El calor tiene efectos devastadores en mi frágil sesera. No digo esto a modo de disculpa. Es la triste constatación de que, por más que me esforzara por retener en mi memoria los acontecimientos, la fidelidad de mi narración sería cuestionable en el mejor de los casos.

Pero he reflexionado a menudo sobre aquel julio de 1997, tratando de encontrar un sentido a lo que sucedió después.

Si han leído hasta aquí, intuirán que aquellas manifestaciones multitudinarias en toda España me resultaron, como mínimo, chocantes. ¿Por qué no se había producido ese sentimiento de unidad nacional hasta entonces? ¿Qué había en la sangre de todos los mártires anteriores para que no despertara en nosotros una pizca de compasión?

Eran las mismas preguntas de aquella vieja redacción. También quedaron sin respuesta. Pero esta vez no me importó. Para mí, y creo que para todos, el despertar de muchas conciencias era más importante que echarles en cara su tibieza anterior. Nos había costado demasiadas vidas y demasiados errores políticos, pero algún día teníamos que salir del pozo de nuestra iniquidad. Por fin habíamos aprendido que no se puede basar la moral en coordenadas geográficas.

Menos mal que no soy médico, porque mi diagnóstico no podía estar más equivocado.

Es difícil resistirse al optimismo cuando los hechos parecen confirmar nuestras hipótesis. Los partidos se habían puesto de acuerdo (por convicción o por guardar las apariencias, poco importa) para luchar contra el terrorismo, la policía había acorralado a los etarras, y los jueces expulsaban, con la ley en la mano, a políticos criminales que parecían enquistados en nuestras instituciones como una tumefacción imposible de operar.

Los asesinatos continuaban, por supuesto; apenas dos meses después, se reanudó el recuento de cadáveres con Daniel Villar, un policía nacional. Pero se iban espaciando en el tiempo; unas cincuenta muertes en ocho años. El fin de la oprobiosa financiación del terrorismo con nuestros impuestos y la ilegalización de Batasuna tuvieron algo que ver con ello.

En esta época, concretamente el 21 de Noviembre de 2000, murió la única víctima del terrorismo a quien conocí personalmente: el rector de la UIMP y antiguo ministro del PSOE Ernest Lluch. A los once años, en uno de esos momentos de mi biografía que parecen sacados de Forrest Gump, asistí a la inauguración de los cursos de verano de la Menéndez Pelayo y conversé con él unos minutos. Luego dirán que no soy gafe.

Y entonces llegó el 11-M.

Personas mucho más sabias que yo han estudiado este atentado con la honradez intelectual que debemos a los muertos. Cuanto yo dijera aquí sería redundante o erróneo.

Pero tengo que detenerme en una cuestión a la que, por su concurrencia con otras más polémicas, quizá no se le haya prestado toda la atención que merecía. Al tratarse de un atentado cometido en plena campaña electoral, provocando una reacción simétrica aunque en sentido opuesto a lo que en 1997 se llamó el Espíritu de Ermua (si entonces el resultado fue la unidad nacional, aquí se produjo una fractura social de la que todavía no nos hemos recuperado), le hemos dado tantas vueltas a la mayor o menor influencia de la matanza sobre el resultado de las elecciones que no nos hemos parado a pensar en por qué un crimen de estas características puede influir siquiera en el sentido del voto.

Sin tener estudios de sociología ni instrumentos demoscópicos adecuados, mi sondeo de opinión en aquellos tres fatídicos días de dos mil cuatro se basó exclusivamente en los comentarios de la gente que pasaba por el quiosco. De ellos y de lo que se habló después, deduzco que en el inconsciente colectivo de la sociedad española, las elecciones eran un plebiscito sobre nuestro enemigo. Si había sido la ETA, había que votar al PP, y si había sido Al-Qaeda, había que votar al PSOE.

Esta asociación de ideas entre organizaciones terroristas y partidos políticos ya me dejaba demasiado perplejo para tratar de entender el silogismo que desembocaba en semejantes conclusiones. Pero en la mente de no pocos votantes (insisto, sólo según los exabruptos que uno podía oír por la mañana cuando iban a comprarle el periódico), todo se reducía a saber si el Partido Popular había provocado o no a los islamistas con la Guerra de Irak.

¿Provocado? ¿Dónde he leído yo eso antes? Ah, sí. Unos párrafos más arriba.

Al margen de que tal “provocación” podría predicarse igualmente, y quizá con más motivo, en el caso de la ETA (nunca hasta entonces se había sentido tan acorralada en todos los frentes), la provocación no puede ser eximente, completa o incompleta, en materia penal. Admitirlo supondría, como dije en aquella tonta redacción, que existe un derecho al terrorismo o un derecho a la violación.

Puedo entender las reservas morales, políticas o incluso de pura estrategia militar a una guerra. En particular, cuando se trata de una guerra contra el terrorismo, cuyo enemigo que está en todas partes y en ninguna.

Pero esas objeciones no pueden servirnos de excusa para esquivar la cuestión fundamental a que todo animal, incluyendo el homo sapiens, se enfrenta en algún momento de su vida: reaccionar ante una amenaza con la respuesta primaria del combate o la huida.

Aunque yo mismo lo he hecho constantemente a lo largo de este artículo, siempre me ha parecido erróneo llamar asesinos a los terroristas, por mucho que su “propaganda de los hechos” favorita sea la muerte despiadada. La estructura de este delito está mucho más próxima al robo con violencia o intimidación en su planteamiento, y a la violación en su ejecución.

Al robo porque ningún atracador quiere realmente matar a nadie cuando saca la escopeta. Su objetivo es llevarse el dinero, no sembrar de cadáveres la sucursal bancaria. Pero sabe que sus exigencias serán atendidas más fácilmente si sus amenazas tienen visos de credibilidad, y en el fondo no le importa matar si eso le ayuda a escapar con el botín.

Y a la violación porque el terrorista deshumaniza por completo a sus víctimas, para superar la barrera psicológica que supondría pensar en ellas como miembros de su especie. Son cosas, semovientes en el mejor de los casos, ganado a la espera de ser sacrificado. Sólo así se explica que Cándido Aspiazu matara sin pestañear al concejal de UCD Ramón Baglietto, el hombre que le salvó la vida cuando era niño.

Decía Robert A. Heinlein, ese fascista según todos los que no lo han leído, que toda moral que no se base en el principio “las mujeres y los niños primero” es científicamente inaceptable, porque choca con los postulados esenciales de la evolución, las enseñanzas que nuestras madres nos transmiten ya en el vientre a través de ese cóctel de hormonas y caricias que llamamos amor.

Por lo tanto, plantar cara a personas capaces de distanciarse de su propia humanidad hasta el punto de planificar el asesinato de doscientas personas es un deber que va más allá de la no menos necesaria refutación del sustrato ideológico de tales fanáticos, para adentrarse en el terreno de nuestra supervivencia como especie.

¿Por qué no fue así? ¿Por qué aquellas muertes no nos hicieron mejores, como ocurrió el 12 de Julio de 1997? ¿Qué había cambiado en nuestra sociedad para tirarnos los trastos a la cabeza en lugar de responder al mal con una sola voz? ¿De veras había sido en vano toda aquella desolación? ¿Tan grande era nuestro desprecio por los mártires de la libertad?

Fue entonces cuando comprendí que seguíamos edificando nuestra moral en materia terrorista sobre unos cimientos tan endebles como la distancia geográfica.

Prefiero creer que la maldad interior que me impide apreciar la belleza sin percibir alguna sombra en ella distorsionó mis conclusiones, pero empecé a pensar que, junto a la genuina nobleza, valentía y altruismo de tantos españoles, hubo otro tanto que, en 1997, se sumaron al Espíritu de Ermua por miedo.

Por más que el asesinato de Miguel Ángel Blanco se cometiera en tierras vascas, las comunicaciones en España habían mejorado tanto que muchos empezaban a ser conscientes de que mañana les podía tocar a ellos. Pero en el caso del terrorismo islámico, vivimos todavía en la ilusión de que todas esas violaciones de los derechos humanos ocurren lo bastante lejos para que no sean nuestro problema... Mientras no los provoquemos.

Como los hechos parecen darnos la razón, lamentamos la extirpación del clítoris o la lapidación como adúlteras de niñas violadas, y seguimos con nuestras vidas.

Quizá la parte más vil del atentado del 11-M fueran aquellas declaraciones de ciertos periodistas y políticos de cuyo nombre no quiero acordarme, diciendo que la ETA siempre avisa cuando ha puesto una bomba (lo cual es falso) o que la ETA siempre reivindica sus atentados, cosa que también es mentira, hasta el punto de que ni siquiera hoy podemos saber con seguridad la cifra de víctimas mortales de esta banda terrorista; entre 823 y 934, según las estadísticas que manejemos.

Qué buena es la ETA, ¿verdad?

Además, en los años siguientes, los etarras ni siquiera mataron a nadie; estaban demasiado ocupados recuperando todo lo perdido en el terreno político. Bueno, matar, lo que se dice matar, sí mataron a dos personas en el atentado de la T-4, después de una memorable rueda de prensa para explicar lo cerca que estábamos de la paz.

Fui a Madrid a la manifestación que se convocó a raíz de este atentado y el final de la enésima tregua de la ETA (aunque no de la negociación, que todavía se mantuvo un año más). Lo hice con ciertos reparos, pues las víctimas del terrorismo afirmaban que era un mero acto de propaganda para aliviar la mala conciencia del gobierno. Acudí a pesar de todo, pensando que la lucha contra el terrorismo es una de las pocas cosas donde los ciudadanos deben apoyar a sus gobernantes en los momentos difíciles, y la mejor manera de que los políticos recapaciten es demostrándoles que el pueblo no les echará en cara sus errores si tienen la valentía de reconocerlos y enmendarlos.

Si los recuerdos de muchas de las vivencias que he contado a lo largo de este artículo son borrosos, más por el calor que por los años transcurridos, los de aquella noche sucedieron en invierno y por ello tristemente nítidos. Se me pusieron los pelos de punta cuando, a la altura del ayuntamiento de Madrid, la muchedumbre se puso a corear: “¡Si hay que negociar, se negocia!” Sólo les faltó añadir: “Pero negociar pa'ná es tontería.” Como ustedes no estuvieron, pensarán que les estoy tomando el pelo, pero así fue. Quise salir pitando, pero me costó dos horas zafarme de la marabunta.

Era un ambiente muy distinto al que viví, apenas unas semanas antes, en una cena de la DENAES a la que me invitó mi paisano y amigo Marco, gran profesor, filósofo, dramaturgo y, por encima de todo, hombre de bien. Allí conocí a personas tan dispares e interesantes como Jaime Mayor Oreja o Gustavo Bueno Sánchez. Tuve incluso la ocasión de hablar con algunos de los comensales, como Luis del Pino o Isabel Durán (muy sorprendidos por algunas reformas del Estatuto de Cataluña sobre las que nadie hablaba, y que por descontado el Tribunal Constitucional dio por buenas); Fernando García de Cortázar, a quien di las gracias por aficionarme a Everwood (ya creían ustedes que se iban a librar de la referencia inevitable a Emily VanCamp); y Francisco José Alcaraz, pequeño de cuerpo pero colosal en su talla humana.

Si de aquella cena salí convencido de que el terrorismo aún podía ser derrotado, mi ánimo tras la manifestación estaba por los suelos. Realmente había una parte de la sociedad española, nada desdeñable si extrapolábamos las cifras de asistencia a la población nacional, convencida de que la rendición era el camino más seguro al fin de ETA. Mejor dicho, el único camino posible.

Esos síntomas se han agravado con los años. Es difícil para cualquier gobernante, y más en una democracia, pedir sacrificios al pueblo, en especial cuando el precio de la soberanía nacional debe pagarse con sangre. Históricamente, estábamos más dispuestos a ello, porque todas las filosofías dignas de tal nombre identificaban la civilización con la abnegación. Hoy, por suerte, hemos superado las atrasadas supersticiones de Cristo, Séneca y Confucio. ¿Para qué sufrir si podemos convocar un escrache por facebook?

Aunque sentía lástima por todos esos valientes que llevaban años librando una batalla tan admirable como ingrata contra el terrorismo, los pensamientos siniestros empezaron a dominar mi mente. Quizá nos merecíamos todo lo que nos pasaba. Quizá habíamos fracasado como nación y nuestro destino era perecer, como en aquel poema japonés sobre el fin del ciclo kármico:

“Este mundo decadente

Apura sus días.”

Se me olvidó que todo haiku consta de tres versos:

“Pero los cerezos florecen.”


En Invisible Touch, el disco de Genesis donde la banda pasa de su rock progresivo de toda la vida (presente todavía en temas como el monumental The Brazilian) al pop comercial más simpático (como la canción que da título al LP), encontramos el clásico de la guerra fría Land of Confusion, con su inolvidable videoclip de los Spitting Image y el pegadizo estribillo: “This is the world we live in / And these are the hands we're given.”

Pues bien: en estas manos estamos.


Manos blancas que escriben, pintan en la arena, acarician un perro, parten ladrillos, vuelan una cometa o tiran de la barba a los reyes magos.

Manos blancas que nunca han apretado un gatillo, manipulado explosivos o activado coches bomba por control remoto.

Estas manos, y manos como ésta, contarán algún día a sus nietos cómo derrotaron al terrorismo sin más armas que la razón y la perseverancia.

Hasta entonces, las gárgolas anaranjadas, los monarcas desfigurados, las institutrices con poderes psíquicos, los caballeros decapitados, las sardinas que fuman en pipa, los inventores de bolsos con rayos láser, las vacas del FBI, los astronautas jorobados y demás monstruos que pueblan este blog usarán sus manos para lo único que pueden hacer con esas extremidades grotescas y torpes: sostener una vela en la oscuridad, recitando una sencilla oración que me enseñaron de pequeño para honrar a nuestros mártires.


Para el cobarde no hay vida, para el valiente no hay muerte.

Teófilo Hurtado Navarro.

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