Estimados lectores: como
habrán comprobado, mi ritmo de publicación ha disminuido en las
últimas semanas. En parte se debe a un exceso de trabajo en mi vida
cotidiana, pero también al deseo de retomar algunos proyectos que
tenía abandonados desde hace tiempo. Espero seguir escribiendo en el
blog, pero no se alarmen si ya no lo hago con la regularidad
acostumbrada.
La entrada de hoy es
especial por varios motivos. Para empezar, es mucho más extensa de
lo normal, dada mi legendaria incapacidad de síntesis. Por otro
lado, no está dedicada a ninguno de los temas habituales, aunque en
cierto modo todos están presentes a lo largo de sus párrafos. Por
último, es la primera vez, y quizá la última, que firme un
artículo de este blog con mi verdadero nombre.
Nunca he pretendido
ampararme en el anonimato para hacer crítica literaria con
impunidad, entre otras cosas porque sería inútil. Con sólo leer un
par de entradas, cualquiera que me conozca deducirá mi identidad de
inmediato.
Dos razones me llevaron a
utilizar un seudónimo. La primera era un simple divertimento; me
crié leyendo historias sobre el Preste Juan, por lo que hacerme
pasar por un judío abisinio me pareció una forma curiosa de dar un
toque de humor a mis crónicas.
La otra es que mis gustos
musicales, cinematográficos o literarios no tienen la menor
importancia. Si mis reseñas les sirven para descubrir alguna obra
que les haga mejores personas, me alegro por ustedes, pero el mérito
es del autor, no mío.
Pero en esta ocasión, el
honor me obliga a quitarme la máscara y mostrar el rostro de Muerte
con todas sus cicatrices. Nuestro verdadero nombre es lo menos que
debemos a los muertos.
Mi primer recuerdo nítido
del terrorismo se remonta al verano del 86; el 17 de junio, para ser
exactos. Por aquella época, yo estaba más interesado en conseguir
cualquier libro de la colección Altea Junior que cayera en mis
manos, desde El Caballero de la Carreta hasta Till Eulenspiegel, lo
que provocó más de un ceño fruncido en clase cada vez que osaba
escribir el resumen de un libro que se saliera de la ortodoxia del
Barco de Vapor.
Aquel año fue uno de los
más sangrientos en la historia de la ETA, pero la mente infantil
tarda demasiado en asimilar el concepto de la muerte como algo
definitivo e irreversible, y en mi caso no sucedió hasta los siete
años, cuando me di cuenta de que, si aquellos tres militares se iban
al cielo, no volverían tan fácilmente como si se hubieran ido a
Sevilla a ver los toros.
¿Qué fue lo que me hizo
madurar? ¿La sangre, los agujeros de bala o la frialdad inherente a
todo homicidio premeditado? Como he dicho, no lo sé. Pero recuerdo
con claridad mi reacción aquella noche, ingenua si quieren, pero
lógica en un crío que se sabía de memoria el cuadernillo de Juan
Marqués Suriñach: rezar a Dios para que enviara un ángel a
ayudarnos en la lucha contra las fuerzas del mal.
Yo era entonces la mitad
de alto que ahora, y por lo tanto ocho veces menos malvado (si es que
la proporción de la ley cúbica-cuadrada se cumple también en lo
moral), así que tal vez Dios me hizo caso, por más que yo no
tuviera forma de saberlo. Pero incluso si fue así (y yo creo que así
fue), también en la oración hay que ser prudentes. Hace tiempo, los
escolares se sabían de carrerilla “El Tren Expreso” y otros
versos de Campoamor. Personalmente, prefiero sus humoradas, como
aquel epigrama que debería regalarse como marcapáginas de todas las
novelas históricas:
"Hoy recuerdo con espanto
que de niño recé un día
ante un busto que creía
que era la imagen de un
santo.
Mas supe cuando llegué
a la edad de la razón
que era el busto al que
recé
un retrato de Nerón."
Así me sentí al día
siguiente del atentado, cuando, como todas las mañanas, me puse a
leer cada uno de los periódicos en el quiosco de mis padres.
Entonces descubrí que una de las tres víctimas era el comandante
Ricardo Sáenz de Ynestrillas. El nombre no me decía nada, pero para
eso están los artículos de fondo. Así me enteré de que fue uno de
los participantes en el golpe de estado del 23-F, aunque salió mucho
mejor parado que Tejero.
Yo estaba hecho un lío.
¿Aquel hombre era bueno o malo? ¿Habían hecho bien los
encapuchados del Comando Madrid, a las órdenes de Iñaki de Juana
Chaos, en volarle la tapa de los sesos? ¿Y qué pasa con Francisco
Casillas y Carlos Vesteiro, los dos militares que iban con él?
¿Merecían morir todos? ¿Ninguno de los tres? ¿Unos sí y otros
no?
El niño que fui habría
preferido que su primer contacto con el terrorismo fuera un asunto
más sencillo desde el punto de vista ético, porque no se había
parado a pensar que el precio de su comodidad intelectual eran
ataúdes blancos en una casa cuartel, como las cinco niñas del
atentado de Zaragoza a finales del 87: Silvia Fernández, Silvia
Ballarín, Rocío Capilla y las gemelas Esther y Miriam Barrera. Gran
victoria de Josu Ternera y Henri Parot.
El hombre que soy se alegra de que tuviera que reflexionar desde un principio sobre estas cuestiones. Sin aquellas dudas, habría acabado cediendo a esas ideas perversas que se deslizan con demasiada frecuencia por los medios de comunicación.
Todos hemos oído esta
frase en alguna ocasión: "Puede que la ETA tuviera alguna
justificación cuando luchaba contra la dictadura, pero en
democracia, no." Invariablemente, en boca del tertuliano más
prestigioso de la mesa, ése que dice verdades como puños, tan
vehemente en sus opiniones como ignorante de los hechos en que se
apoyan, jaleado con entusiasmo por un público que se rompe las manos
cuando se enciende el rótulo de aplaudir, no sea que les dejen sin
bocadillo.
Supongo que muchas
personas dicen esto sin malicia, convencidos de que están
defendiendo algo tan evidente como que el terrorismo es inaceptable
en un régimen democrático con pluralismo político y libertad de
expresión.
El problema de este
razonamiento es su punto de partida, al considerar que el terrorismo
es aceptable en ciertos casos. “No, no”, se apresurará a
corregirnos el susodicho si alguien le hace esta observación, “el
terrorismo nunca es aceptable. Yo estoy en contra del terrorismo,
siempre. Pero entiendo que, en una dictadura, ante las
provocaciones de un gobierno despótico, haya personas que empleen
métodos violentos como último recurso.”
Pero esta aclaración,
lejos de despejar mis dudas, me recuerda a los considerandos de
aquella sentencia de 1989 de la Audiencia Provincial de Lérida,
donde si bien se condenaba a un empresario por abusos deshonestos a
una empleada menor de edad, el ponente reprochó a la víctima que
llevara una falda tan corta, lo que provocó “en cierta forma y
acaso inocentemente” la reacción de su jefe.
Las víctimas del
terrorismo, siempre provocando.
¿A quién se le ocurre
ir por según qué barrios de según qué ciudades con la bandera de
España? Mira que se lo dijimos. Luego pasa lo que pasa.
Y si creen que se trata
de una analogía tramposa, piensen en las veces que han oído a
políticos y periodistas recriminarles que vayan por ahí pidiendo
memoria, dignidad y justicia, en vez de quedarse en casa con la pata
quebrada, mientras ellos negocian el proceso de paz.
Pasó el tiempo. En el
92, ese año donde íbamos a atar los perros con longaniza, nos
encargaron escribir una redacción sobre el terrorismo. El motivo es
que el día anterior, 10 de Febrero, había muerto el guardia civil
Ángel García Rabadán. Un coche bomba activado por control remoto.
José Luis Urrusolo Sistiaga nunca falla.
Quizá no debí coger el
bolígrafo con tanto enfado. Más que por el atentado en sí, por ser
la primera vez, en toda la EGB, que se molestaran en tratar el tema
del terrorismo en mi colegio. Pero lo verdaderamente insultante era
la certeza de que sólo lo habían hecho porque García Rabadán era
la primera víctima murciana de la ETA.
Para empezar, esto era
falso. Los etarras llevaban matando murcianos desde el 74, pero como
eso pasó en el régimen anterior, supongo que no cuenta. No es que
yo fuera un experto en la materia; me limitaba a ir a clase después
de haber leído toda la prensa en el quiosco. Era un trabajo muy
esclavo, pero vivir en internet antes de que internet existiera tenía
sus ventajas.
Pero eso era lo de menos.
Lo que escapaba a mi comprensión era que todas aquellas muertes,
secuestros y extorsiones fueran una tragedia lejana para nosotros.
Algo que nos daba lástima (no somos monstruos, después de todo),
pero que tampoco nos quitaba el sueño. Y lo que me avergonzaba era
la convicción de que las personas que se alistan en la policía, el
ejército o la guardia civil, empezando por el propio Rabadán, no
padecían esa miopía moral en grado agudo.
Me gustaría decir que
gané un premio con aquella redacción, o que recibí al menos unas
palmaditas en la espalda de mis profesores. A decir verdad, un
secreto orgullo me hacía preferir a todo esto que me llevaran a
rastras al despacho del director para echarme la bronca, por
convertir la escuela en objetivo terrorista en vez de limitarme a
decir que la ETA es muy mala y que nosotros queremos la paz, como
hacen los niños buenos.
Pero no dijeron nada.
Nunca. Llevo años preguntándome si la leyeron siquiera. Como no era
un trabajo de clase en sentido estricto (dijeron que era para un
concurso o algo así), puede que se llevaran todas las redacciones
del colegio y acabaran en un almacén bajo el Arca de la Alianza. O
tal vez se limitaran a tomar nuestros datos con fines publicitarios;
no sería la primera vez que vendieran enciclopedias a mis padres con
ese truco. O quizá sí la leyeron, mis maestros o los poderes en la
sombra que seleccionan cerebros a través de pruebas como ésta para
proyectos militares ultrasecretos, pero no estaba tan bien escrita
como yo pensaba.
El colegio dio paso al
instituto, donde el terrorismo seguía siendo eso que sucede a los
demás... Hasta llegar a COU (que era como el PREU, pero sin José
Luis López Vázquez). Parece que incluso en los lugares más
recónditos de España, las amenazas de bomba en período de exámenes
son un elemento indispensable de la enseñanza media. Mi encantadora
maestra de latín, con resignación cristiana tirando a agnóstica,
nos sacó del aula y terminamos el examen en la calle, para no correr
peligro (los que somos de letras no entendemos del todo el concepto
de onda expansiva).
Huelga decir que no había
tal bomba. Lo que nunca se supo fue la identidad del gamberro que
hizo la llamada. Emplearía un término más preciso, pero como no me
canso de repetir, este blog lo leen señoras decentes.
Me niego a creer que
fuera alguien de mi clase, ni siquiera de mi promoción; prefiero
pensar que ni siquiera lo conozco. Pero me gustaría que esa persona,
en el improbable caso de que algún día llegue a leer estas líneas,
dedique cinco minutos de su apretada agenda a leer los nombres que
aparecen en a lo largo de este artículo. O mejor, que lea una lista
de víctimas de la ETA. Y luego les cuente esta anécdota a los
familiares y amigos de Irene Villa, Francisco Tomás y Valiente o
Alberto Jiménez Becerril. Seguro que les hará tanta gracia como a
mí en su momento.
Me dirán que estas
“inofensivas travesuras” no sólo pasan en mi pueblo. Y lo malo
es que tienen razón. Me consta que no somos el único rincón de
España donde algún impresentable vota, año tras año, a Herri
Batasuna y sucedáneos. Por hacer la gracia.
Yo no pude votar en las
elecciones generales de ese mismo año, porque según la ley no era
lo bastante maduro. Y no se lo reprocho. Hay niñas con la mitad de
mi edad infinitamente más juiciosas e inteligentes que yo. Lo que me
parece mal es que a ellas no les dejen votar y a ese paisano sí.
Un año después, y a
pesar de mi poco distinguido paso por la selectividad, aprobé
primero de Derecho, lo que significaba pasarme el verano trabajando
para los malos estudiantes con posibles, como venía haciendo desde
que era pequeño. Pero tampoco me importaba, porque por primera vez
en mi vida, mis notas habían servido para algo: el próximo curso,
mis padres no tendrían que pagar la matrícula. Seguían sin darme
una beca, pero algo es algo.
Lo cierto es que el
verano del 97 empezaba con buen pie. En la tele estrenaban cierta
serie llamada Xena, en Radio 3 ponían música para puristas del
country y las fuerzas y cuerpos de seguridad del estado liberaban a
José Antonio Ortega Lara (y a Cosme Delclaux, que a veces se nos
olvida).
Más que su cuerpo
demacrado, con aquella barba más gruesa que su propio cuerpo tras
casi dos años de cautiverio infernal, lo que me impresionó de
Ortega Lara fue su mirada. Era una mezcla de alegría y
desesperación; porque todo ha terminado y puede al fin reunirse con
los suyos, pero es una felicidad ensombrecida por el temor a que su
sacrificio haya sido en vano si la nación se ha rebajado, como
tantas otras veces, a abyectas negociaciones con tal de salvarle la
vida.
El hecho de que la
dilatación de sus pupilas delatara esta preocupación, gracias a
Dios infundada, no hizo sino acrecentar mi admiración por este
hombre. Cuando volví a verlo al cabo de los años, en su primera
entrevista en televisión (en aquel extraño telediario de Sánchez
Dragó en Telemadrid), seguía conservando esa mirada. No la del
hombre que simplemente ha sobrevivido a horrores inimaginables, sino
la de quien, aun sufriendo las peores torturas y privaciones, en lo
único que piensa es en los demás.
Mientras me dedicaba uno
de sus libros, le dije a Sánchez Dragó que lo más triste es que
mucha gente se perdió aquella joya al emitirse en un canal
autonómico. Yo mismo vi el programa por pura casualidad; esa noche
pernoctaba en Madrid (los que me conocen ya saben dónde, y lo que
pasó a la mañana siguiente), y por suerte estaba haciendo zapping
hasta que empezara el capítulo de 24 en Antena 3. A Dragó todo esto
le sonaba a chino, pero es que, si no se lo digo, reviento. Son
tantas las cosas que le debo a Jack Bauer…
Aquella silenciosa
dignidad de Ortega Lara era demasiado humillante para sus
secuestradores. Necesitaban desquitarse cuanto antes. Así que
decidieron secuestrar y asesinar a un joven concejal del PP y batería
del grupo Póker llamado Miguel Ángel Blanco.
Me gustaría decir que
recuerdo hasta el más mínimo detalle de aquellos días. Pero sería
una mentira. El calor tiene efectos devastadores en mi frágil
sesera. No digo esto a modo de disculpa. Es la triste constatación
de que, por más que me esforzara por retener en mi memoria los
acontecimientos, la fidelidad de mi narración sería cuestionable en
el mejor de los casos.
Pero he reflexionado a
menudo sobre aquel julio de 1997, tratando de encontrar un sentido a
lo que sucedió después.
Si han leído hasta aquí,
intuirán que aquellas manifestaciones multitudinarias en toda España
me resultaron, como mínimo, chocantes. ¿Por qué no se había
producido ese sentimiento de unidad nacional hasta entonces? ¿Qué
había en la sangre de todos los mártires anteriores para que no
despertara en nosotros una pizca de compasión?
Eran las mismas preguntas
de aquella vieja redacción. También quedaron sin respuesta. Pero
esta vez no me importó. Para mí, y creo que para todos, el
despertar de muchas conciencias era más importante que echarles en
cara su tibieza anterior. Nos había costado demasiadas vidas y
demasiados errores políticos, pero algún día teníamos que salir
del pozo de nuestra iniquidad. Por fin habíamos aprendido que no se
puede basar la moral en coordenadas geográficas.
Menos mal que no soy
médico, porque mi diagnóstico no podía estar más equivocado.
Es difícil resistirse al
optimismo cuando los hechos parecen confirmar nuestras hipótesis.
Los partidos se habían puesto de acuerdo (por convicción o por guardar las apariencias, poco importa) para luchar contra el terrorismo, la policía
había acorralado a los etarras, y los jueces expulsaban, con la ley
en la mano, a políticos criminales que parecían enquistados en
nuestras instituciones como una tumefacción imposible de operar.
Los asesinatos
continuaban, por supuesto; apenas dos meses después, se reanudó el
recuento de cadáveres con Daniel Villar, un policía nacional. Pero
se iban espaciando en el tiempo; unas cincuenta muertes en ocho años.
El fin de la oprobiosa financiación del terrorismo con nuestros
impuestos y la ilegalización de Batasuna tuvieron algo que ver con
ello.
En esta época,
concretamente el 21 de Noviembre de 2000, murió la única víctima
del terrorismo a quien conocí personalmente: el rector de la UIMP y
antiguo ministro del PSOE Ernest Lluch. A los once años, en uno de
esos momentos de mi biografía que parecen sacados de Forrest Gump,
asistí a la inauguración de los cursos de verano de la Menéndez
Pelayo y conversé con él unos minutos. Luego dirán que no soy
gafe.
Y entonces llegó el
11-M.
Personas mucho más
sabias que yo han estudiado este atentado con la honradez intelectual
que debemos a los muertos. Cuanto yo dijera aquí sería redundante o
erróneo.
Pero tengo que detenerme
en una cuestión a la que, por su concurrencia con otras más
polémicas, quizá no se le haya prestado toda la atención que
merecía. Al tratarse de un atentado cometido en plena campaña
electoral, provocando una reacción simétrica aunque en sentido
opuesto a lo que en 1997 se llamó el Espíritu de Ermua (si entonces
el resultado fue la unidad nacional, aquí se produjo una fractura
social de la que todavía no nos hemos recuperado), le hemos dado
tantas vueltas a la mayor o menor influencia de la matanza sobre el
resultado de las elecciones que no nos hemos parado a pensar en por
qué un crimen de estas características puede influir siquiera en el
sentido del voto.
Sin tener estudios de
sociología ni instrumentos demoscópicos adecuados, mi sondeo de
opinión en aquellos tres fatídicos días de dos mil cuatro se basó
exclusivamente en los comentarios de la gente que pasaba por el
quiosco. De ellos y de lo que se habló después, deduzco que en el
inconsciente colectivo de la sociedad española, las elecciones eran
un plebiscito sobre nuestro enemigo. Si había sido la ETA, había
que votar al PP, y si había sido Al-Qaeda, había que votar al PSOE.
Esta asociación de ideas
entre organizaciones terroristas y partidos políticos ya me dejaba
demasiado perplejo para tratar de entender el silogismo que
desembocaba en semejantes conclusiones. Pero en la mente de no pocos
votantes (insisto, sólo según los exabruptos que uno podía oír
por la mañana cuando iban a comprarle el periódico), todo se
reducía a saber si el Partido Popular había provocado o no a los
islamistas con la Guerra de Irak.
¿Provocado? ¿Dónde he
leído yo eso antes? Ah, sí. Unos párrafos más arriba.
Al margen de que tal
“provocación” podría predicarse igualmente, y quizá con más motivo, en el caso de la ETA (nunca hasta entonces se había sentido tan acorralada en todos los frentes),
la provocación no puede ser eximente, completa o
incompleta, en materia penal. Admitirlo supondría, como dije en
aquella tonta redacción, que existe un derecho al terrorismo o un derecho
a la violación.
Puedo entender las
reservas morales, políticas o incluso de pura estrategia militar a
una guerra. En particular, cuando se trata de una guerra contra el
terrorismo, cuyo enemigo que está en todas partes y en ninguna.
Pero esas objeciones no
pueden servirnos de excusa para esquivar la cuestión fundamental a
que todo animal, incluyendo el homo sapiens, se enfrenta en algún
momento de su vida: reaccionar ante una amenaza con la respuesta
primaria del combate o la huida.
Aunque yo mismo lo he
hecho constantemente a lo largo de este artículo, siempre me ha
parecido erróneo llamar asesinos a los terroristas, por mucho que su
“propaganda de los hechos” favorita sea la muerte despiadada. La
estructura de este delito está mucho más próxima al robo con
violencia o intimidación en su planteamiento, y a la violación en
su ejecución.
Al robo porque ningún
atracador quiere realmente matar a nadie cuando saca la escopeta. Su
objetivo es llevarse el dinero, no sembrar de cadáveres la sucursal
bancaria. Pero sabe que sus exigencias serán atendidas más
fácilmente si sus amenazas tienen visos de credibilidad, y en el
fondo no le importa matar si eso le ayuda a escapar con el botín.
Y a la violación porque
el terrorista deshumaniza por completo a sus víctimas, para superar
la barrera psicológica que supondría pensar en ellas como miembros
de su especie. Son cosas, semovientes en el mejor de los casos,
ganado a la espera de ser sacrificado. Sólo así se explica que
Cándido Aspiazu matara sin pestañear al concejal de UCD Ramón
Baglietto, el hombre que le salvó la vida cuando era niño.
Decía Robert A.
Heinlein, ese fascista según todos los que no lo han leído, que
toda moral que no se base en el principio “las mujeres y los niños
primero” es científicamente inaceptable, porque choca con los
postulados esenciales de la evolución, las enseñanzas que nuestras
madres nos transmiten ya en el vientre a través de ese cóctel de
hormonas y caricias que llamamos amor.
Por lo tanto, plantar
cara a personas capaces de distanciarse de su propia humanidad hasta
el punto de planificar el asesinato de doscientas personas es un
deber que va más allá de la no menos necesaria refutación del
sustrato ideológico de tales fanáticos, para adentrarse en el
terreno de nuestra supervivencia como especie.
¿Por qué no fue así?
¿Por qué aquellas muertes no nos hicieron mejores, como ocurrió el
12 de Julio de 1997? ¿Qué había cambiado en nuestra sociedad para tirarnos los trastos a la cabeza en lugar de responder al mal con una sola voz? ¿De veras había sido en vano toda aquella desolación? ¿Tan
grande era nuestro desprecio por los mártires de la libertad?
Fue entonces cuando
comprendí que seguíamos edificando nuestra moral en materia
terrorista sobre unos cimientos tan endebles como la distancia
geográfica.
Prefiero creer que la
maldad interior que me impide apreciar la belleza sin percibir alguna
sombra en ella distorsionó mis conclusiones, pero empecé a pensar
que, junto a la genuina nobleza, valentía y altruismo de tantos
españoles, hubo otro tanto que, en 1997, se sumaron al Espíritu de
Ermua por miedo.
Por más que el asesinato
de Miguel Ángel Blanco se cometiera en tierras vascas, las
comunicaciones en España habían mejorado tanto que muchos empezaban
a ser conscientes de que mañana les podía tocar a ellos. Pero en el
caso del terrorismo islámico, vivimos todavía en la ilusión de que
todas esas violaciones de los derechos humanos ocurren lo bastante
lejos para que no sean nuestro problema... Mientras no los
provoquemos.
Como los hechos parecen
darnos la razón, lamentamos la extirpación del clítoris o la
lapidación como adúlteras de niñas violadas, y seguimos con
nuestras vidas.
Quizá la parte más vil
del atentado del 11-M fueran aquellas declaraciones de ciertos
periodistas y políticos de cuyo nombre no quiero acordarme, diciendo
que la ETA siempre avisa cuando ha puesto una bomba (lo cual es
falso) o que la ETA siempre reivindica sus atentados, cosa que
también es mentira, hasta el punto de que ni siquiera hoy podemos
saber con seguridad la cifra de víctimas mortales de esta banda
terrorista; entre 823 y 934, según las estadísticas que manejemos.
Qué buena es la ETA,
¿verdad?
Además, en los años
siguientes, los etarras ni siquiera mataron a nadie; estaban
demasiado ocupados recuperando todo lo perdido en el terreno
político. Bueno, matar, lo que se dice matar, sí mataron a dos
personas en el atentado de la T-4, después de una memorable rueda de
prensa para explicar lo cerca que estábamos de la paz.
Fui a Madrid a la
manifestación que se convocó a raíz de este atentado y el final de
la enésima tregua de la ETA (aunque no de la negociación, que
todavía se mantuvo un año más). Lo hice con ciertos reparos, pues
las víctimas del terrorismo afirmaban que era un mero acto de
propaganda para aliviar la mala conciencia del gobierno. Acudí a
pesar de todo, pensando que la lucha contra el terrorismo es una de
las pocas cosas donde los ciudadanos deben apoyar a sus gobernantes
en los momentos difíciles, y la mejor manera de que los políticos
recapaciten es demostrándoles que el pueblo no les echará en cara
sus errores si tienen la valentía de reconocerlos y enmendarlos.
Si los recuerdos de
muchas de las vivencias que he contado a lo largo de este artículo
son borrosos, más por el calor que por los años transcurridos, los
de aquella noche sucedieron en invierno y por ello tristemente
nítidos. Se me pusieron los pelos de punta cuando, a la altura del
ayuntamiento de Madrid, la muchedumbre se puso a corear: “¡Si hay
que negociar, se negocia!” Sólo les faltó añadir: “Pero
negociar pa'ná es tontería.” Como ustedes no estuvieron, pensarán
que les estoy tomando el pelo, pero así fue. Quise salir pitando,
pero me costó dos horas zafarme de la marabunta.
Era un ambiente muy
distinto al que viví, apenas unas semanas antes, en una cena de la
DENAES a la que me invitó mi paisano y amigo Marco, gran profesor,
filósofo, dramaturgo y, por encima de todo, hombre de bien. Allí
conocí a personas tan dispares e interesantes como Jaime Mayor Oreja
o Gustavo Bueno Sánchez. Tuve incluso la ocasión de hablar con
algunos de los comensales, como Luis del Pino o Isabel Durán (muy
sorprendidos por algunas reformas del Estatuto de Cataluña sobre las
que nadie hablaba, y que por descontado el Tribunal Constitucional
dio por buenas); Fernando García de Cortázar, a quien di las
gracias por aficionarme a Everwood (ya creían ustedes que se iban a
librar de la referencia inevitable a Emily VanCamp); y Francisco José
Alcaraz, pequeño de cuerpo pero colosal en su talla humana.
Si de aquella cena salí
convencido de que el terrorismo aún podía ser derrotado, mi ánimo
tras la manifestación estaba por los suelos. Realmente había una
parte de la sociedad española, nada desdeñable si extrapolábamos
las cifras de asistencia a la población nacional, convencida de que
la rendición era el camino más seguro al fin de ETA. Mejor dicho,
el único camino posible.
Esos síntomas se han
agravado con los años. Es difícil para cualquier gobernante, y más
en una democracia, pedir sacrificios al pueblo, en especial cuando el
precio de la soberanía nacional debe pagarse con sangre.
Históricamente, estábamos más dispuestos a ello, porque todas las
filosofías dignas de tal nombre identificaban la civilización con
la abnegación. Hoy, por suerte, hemos superado las atrasadas
supersticiones de Cristo, Séneca y Confucio. ¿Para qué sufrir si
podemos convocar un escrache por facebook?
Aunque sentía lástima
por todos esos valientes que llevaban años librando una batalla tan
admirable como ingrata contra el terrorismo, los pensamientos
siniestros empezaron a dominar mi mente. Quizá nos merecíamos todo
lo que nos pasaba. Quizá habíamos fracasado como nación y nuestro
destino era perecer, como en aquel poema japonés sobre el fin del
ciclo kármico:
“Este mundo decadente
Apura sus días.”
Se me olvidó que todo
haiku consta de tres versos:
“Pero los cerezos
florecen.”
En Invisible Touch, el
disco de Genesis donde la banda pasa de su rock progresivo de toda la
vida (presente todavía en temas como el monumental The Brazilian) al
pop comercial más simpático (como la canción que da título al
LP), encontramos el clásico de la guerra fría Land of Confusion,
con su inolvidable videoclip de los Spitting Image y el pegadizo
estribillo: “This is the world we live in / And these are the hands
we're given.”
Pues bien: en estas manos
estamos.
Manos blancas que
escriben, pintan en la arena, acarician un perro, parten ladrillos,
vuelan una cometa o tiran de la barba a los reyes magos.
Manos blancas que nunca
han apretado un gatillo, manipulado explosivos o activado coches
bomba por control remoto.
Estas manos, y manos como
ésta, contarán algún día a sus nietos cómo derrotaron al
terrorismo sin más armas que la razón y la perseverancia.
Hasta entonces, las
gárgolas anaranjadas, los monarcas desfigurados, las institutrices
con poderes psíquicos, los caballeros decapitados, las sardinas que
fuman en pipa, los inventores de bolsos con rayos láser, las vacas
del FBI, los astronautas jorobados y demás monstruos que pueblan
este blog usarán sus manos para lo único que pueden hacer con esas
extremidades grotescas y torpes: sostener una vela en la oscuridad,
recitando una sencilla oración que me enseñaron de pequeño para
honrar a nuestros mártires.
Para el cobarde no hay
vida, para el valiente no hay muerte.
Teófilo Hurtado Navarro.
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