miércoles, 26 de junio de 2013

Libro del Día: El Rey en el Norte

Una de las razones por las que cada vez me cuesta más leer libros  escritos hace menos de cincuenta años es la facilidad con que se escandalizan los lectores contemporáneos. Si George R.R. Martin pretendiera impresionar al público medieval con sus truculentas historias, la reacción más probable habría sido la indiferencia. ¿Incesto, dice vuesa merced? Se nota que no ha oído el cantar del abad de Montemayor.


Pero tranquilas, lectoras decentes de este blog (valga la redundancia), pueden bajar sus hachas de acero valirio: no voy a hablar más de Juego de Tronos. Si se toman la molestia de consultar el calendario (desde la terminal, por supuesto), verán que hoy es San Pelayo. Alguien tan oportunista como Shemer Olufunmilayo no podía dejar pasar la ocasión de conmemorar la Reconquista.

Hace unos años, se debatía como ahora una reforma educativa que tampoco llegó a buen puerto. Uno de los argumentos esgrimidos por la oposición fue que, con esa reforma, volveríamos a la lista de los reyes godos.

Los que sólo conocemos esa lista por la canción de Marisol y los tebeos de Mortadelo, siempre nos hemos preguntado por qué querría alguien borrar trescientos años de nuestra historia, durante los cuales España fue el último baluarte de la civilización en una Europa dominada por los bárbaros.

Sus razones tendrán.

Por aquellos cantares de gesta con los que Menéndez Pidal se quemaba las pestañas, sabemos que todo empezó con Vitiza, aquel godo que, no contento con matar a don Favila a bastonazos, quiso sacarle los ojos a su hijo Pelayo, el protagonista de nuestra historia.

Pero Pelayo escapó a las montañas y a Vitiza lo sucedió don Rodrigo, momento en que las señoras decentes deben seguir leyendo con los ojos cerrados porque mientras el conde don Julián estaba en África, el rey Rodrigo forzó a su hija y yogó con ella.

¡Yogó! Qué palabra tan bonita. Del verbo yogar, que no significa lo que todos ustedes están pensando, sino (y cito el diccionario de la RAE) "holgarse, y particularmente tener acto carnal."

Así que ya saben, queridas lectoras: si alguna vez van a Pasapalabra y completan el rosco con este arcaísmo, recuerden que le deben el millón y medio de euros a la Ciencia de la P.

Y no crean que es lo único en que los cronicones medievales superan a la HBO. Ahí está la batalla del río Guadalete, "donde los cristianos pusieron sus reales a un lado del río y los moros al otro."

Pero ya está bien de ordinarieces. ¿Qué ha sido de don Pelayo, se preguntarán ustedes? Pues lo dejamos en Cantabria, pero finalmente se instaló en Asturias. El gobernador de Gijón por entonces era un tal Munusa, a quien nos gusta imaginar como un Arturo Fernández del siglo VIII.

Munusa se enamoró de la hermana de don Pelayo, y le dijo tal "cha-ti-na" que la muchacha cayó rendida a sus pies. A Pelayo no le sentó nada bien el casamiento, porque Munusa, aunque cristiano, era aliado de los invasores, y se llevó a su hermana al monte disolviendo el matrimonio por el camino, no sabemos si en virtud del privilegio paulino o el petrino.

Fugitivo una vez más, don Pelayo se escondió en Cangas con los refugiados del sur, hambrientos y desmoralizados tras la fulgurante conquista mora. Viendo aquellas gentes míseras, convencidas de que Dios les había abandonado, Pelayo se cansó de huir y los condujo al monte Auseva para luchar por su patria, incitando a los cristianos a despertar de su profundo sueño.

Eran pocos y desorganizados. Su enemigo era poderoso y parecía invencible. Pero aquel gesto de desafío inquietó a los moros. Una simple piedra puede derribar a un gigante. Y los astures eran buenos honderos.

Los moros enviaron al obispo don Opas como mensajero ante los guerrilleros asturianos. No sabemos qué se dijeron don Opas y don Pelayo, pero han sido tantos opas y tantos pelayos los que ha habido a lo largo de la historia de España que podemos imaginarnos la conversación como si hubiéramos estado presentes.

De una parte, el fariseo que ha vendido su alma para ponerse al servicio de la causa más infame, tentando al desesperado con una rendición disfrazada de paz. De otra, el hombre con principios que se debate entre su instinto de obedecer a un hombre de Dios y los dictados de la conciencia de la que emana esa misma fe.

Así que Pelayo, después de oír las razones y sinrazones de Opas, aprieta los dientes, se encomienda a la Virgen y responde que, con su ayuda, aquellos pocos, ¡dichosos pocos!, terminarán reconquistando España, del mismo modo que de pocos granos salen muchas mieses.

Empieza la batalla de Covadonga. La historia de España continúa.

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