Sí, queridos merodeadores de este blog, han leído bien: la cuarta temporada de Fringe. Ya sé que la serie terminó hace meses en Estados Unidos y que todos ustedes han visto los episodios de la quinta temporada gracias a las descargas ilegales, mientras yo he tenido que esperar año y medio a que saliera en DVD. Pero como el misionero que convirtió la tribu de los Olufunmilayo me hizo aprender el manual de Budokan para Amstrad CPC como si fuera el catecismo, una de mis absurdas supersticiones es no menospreciar el trabajo ajeno sólo porque pueda aprovecharme impunemente de él.
Pero vayamos al grano. Si usted nunca ha visto Fringe (o Finge, como la llamamos en nuestra media lengua los Olufunmilayo), se preguntará: ¿de qué va esto? Pues es la apasionante historia de Gene, una vaca que trabaja para el FBI.
Pero vayamos al grano. Si usted nunca ha visto Fringe (o Finge, como la llamamos en nuestra media lengua los Olufunmilayo), se preguntará: ¿de qué va esto? Pues es la apasionante historia de Gene, una vaca que trabaja para el FBI.
Bueno, también salen varios personajes humanos, pero están ahí para hacer bulto, porque no son ni de lejos tan fascinantes como Gene.
Resumiendo mucho el argumento (esto no es precisamente Con el Culo al Aire, a Dios gracias), la serie narra las aventuras de la agente especial Olivia Dunham, el científico loco Walter Bishop y su hijo Peter. Al principio, Fringe era un simple pero sabroso refrito de Expediente X; de hecho, ambas series transcurren en el mismo universo, al igual que Big Bang. Pero de eso hablaremos otro día.
Fringe tenía todos los ingredientes de una serie de J.J. Abrams: una multinacional todopoderosa que esconde muchos secretos, una conspiración sobrenatural que los guionistas se inventan sobre la marcha, música de Michael Giaccino (aunque el tema de la serie lo hizo Abrams con su casiotone) y excusas cada vez más peregrinas para sacar a la protagonista en ropa interior. Que en el caso de Fringe es Anna Torv, digna sucesora de Jennifer Garner como la mujer con las orejas despegadas más bonitas de la televisión. (De la televisión, ¿eh? Que en el mundo real, la pobre no tiene nada que hacer con su competencia.)
Pero a mediados de la primera temporada, los guionistas cambiaron para bien el rumbo de la serie, olvidándose por completo de la premisa inicial (el Patrón, una serie de sucesos inexplicables pero aparentemente relacionados entre sí) para centrarse en los universos alternativos.
Es entonces cuando Fringe alcanza su madurez narrativa, y los actores pueden dar rienda suelta a su talento, utilizando algo tan sutil como el lenguaje corporal para insinuar a qué universo pertenece la versión del personaje que están interpretando en cada momento.
En esos foros de internet donde se junta lo mejor de cada casa, los cuatro indocumentados que seguían Fringe dijeron que la cuarta temporada era mala con avaricia. ¡Craso error! De hecho, se ha convertido en mi favorita, gracias a Peter Bishop.
No es broma: cuando Peter reaparece tras los acontecimientos del final de la tercera temporada, se convierte de pronto en un personaje mucho más interesante, y no una simple excusa para que avance la trama de algunos episodios. Ahora Peter es como el espectador: sabe lo que ha pasado en ambos universos, y en vez de dar palos de ciego, él está ahí para recordar a los demás personajes que Fulanito apareció en tal capítulo, tiene poderes psíquicos y se le puede detener con una inyección de perborato.
Si ustedes están tan hartos como yo de esas series donde la solución mágica al problema de la semana se olvida en el siguiente episodio porque los protagonistas serían demasiado poderosos si la utilizaran repetidamente (Héroes, Star Trek, Doctor Who y tantas otras), la cuarta temporada de Fringe es una novedad tan refrescante como placentera. Tiene sus defectos, por supuesto (Falsolivia y Walternativo tienen poco protagonismo), pero el peor episodio de Fringe es mejor que el mejor episodio de muchas otras series.
No hay comentarios:
Publicar un comentario