viernes, 14 de junio de 2013

Tebeo del Día: Elegir el mal menor es elegir el mal

Hace tiempo que quería explicar por qué este blog se llama así, incluyendo su ominoso y un tanto cínico lema. Supongo que éste es un momento tan bueno como cualquier otro.

Ya les he hablado de mi debilidad por los personajes de la Marvel, especialmente si son tan feos y llenos de defectos como yo. Y de todos ellos, ninguno es más deforme y atormentado que el Doctor Muerte.

Tan bizcocho es el pobre que Stan Lee y Jack Kirby nunca se atrevieron a mostrar su cara, por miedo a herir la sensibilidad del lector. Recuerdo con especial cariño el número 11 de Secret Wars, donde Muerte, después de derrotar nada menos que al Todopoderoso, se permite el lujo de asustar a todos los superhéroes de la Marvel con sólo quitarse la máscara.


Si tuvieron la desgracia de ver aquellas películas de Los 4 Fantásticos protagonizadas por Jessica Alba, su opinión sobre el Doctor Muerte puede estar ligeramente distorsionada a causa del actor que lo encarnó, el galán de Embrujadas. (A petición de las lectoras, que siempre se quejan de lo machista que es este blog, incluimos la foto del susodicho con fines puramente educativos.)


Sepan que el Doctor Muerte de verdad, el de los tebeos, es original hasta en su raza. Que levante la mano el que conozca un superhéroe gitano. Pues el Doctor Muerte lo es.

Muerte nació (qué frase tan bonita) en Latveria, una de esas naciones imaginarias a que tan aficionados somos los españoles. Como en Latveria no hay maquetos ni charnegos, pero sí gitanos, el barón Rudolfo se aficionó a los pogromos para limpiar "este país" de los que oprimen nuestro derecho a decidir.

Con su último aliento, Cynthia von Muerte, una de aquellas gitanas, vendió su alma al diablo para que su hijo recién nacido la vengase algún día.

El pequeño Víctor fue criado por su padre, un gitano de respeto que trató de inculcar a su hijo las virtudes de la caridad y la compasión. Cuando la esposa del barón enfermó y los médicos ya la daban por perdida, Werner von Muerte demostró que no eran sólo palabras huecas, atendiendo con sus ungüentos a la esposa del hombre que mató a su mujer.

Desgraciadamente, sus esfuerzos fueron en vano. La baronesa murió y Rudolfo se desquitó exterminando el campamento de Muerte. Werner huyó con su hijo a las montañas, protegiéndolo con su cuerpo del frío glacial. Los gitanos de la tribu del Céfiro encontraron al moribundo patriarca de los von Muerte y se hicieron cargo del pequeño Víctor.

Víctor pasó la adolescencia en la chamarilería, arreglando lavadoras a los payos. Su extraordinaria inteligencia le permitió sacarse la FP sin pisar la escuela, inventando toda clase de juguetes y electrodomésticos a base de gramática parda y ciencia infusa. Cuando llegó el momento, convirtió estos inofensivos artilugios en armas para luchar contra Rudolfo y su policía secreta.

El ejército de los Estados Unidos se interesó por la exitosa guerrilla de Muerte y le propuso una beca en su mejor universidad a cambio de diseñar armas para los americanos al terminar los estudios. Ni corto ni perezoso, Víctor se embarcó en el primer vuelo a Nueva York.

Allí conoció a Ben Grimm y Reed Richards. El primero no le caía del todo mal; aunque fuera un deportista, había salido del arroyo gracias a su esfuerzo y eso Muerte lo respeta. Pero un hombre hecho a sí mismo como Víctor von Muerte no puede compartir colegio mayor con un niño rico sabelotodo que ha tenido una vida regalada como el insufrible Reed Richards.

Empezó así una rivalidad que se prolongaría durante décadas, con Muerte y Richards enzarzándose en discusiones bizantinas cuyos razonamientos no podían seguir ni los catedráticos. (Como le pasaba a Sydney Bristow.)

Todo terminó la fatídica noche en que Víctor von Muerte puso en marcha su proyecto de fin de carrera, dos semanas después de matricularse: una máquina para comunicarse con el más allá. Porque Víctor quiere mucho a su mamá y lleva años tramando un plan para rescatar su alma del infierno.

Fisgando en su habitación (sospechamos que para gastarle alguna novatada), Reed Richards echa un vistazo a las notas de su eterno rival y le dice que no ha sacado suficientes decimales en sus cálculos. Muerte (quien, recordemos, no ha estudiado matemáticas en su vida y se toma fatal este tipo de comentarios) echa a patadas al pedante de Richards y se dispone a hacer el único regalo del día de la madre que no se puede comprar en el Cortinglés...


Lástima que la máquina le explote en la cara.

Ben Grimm lo rescata de las llamas, pero el incidente le cuesta a Muerte su cara (hay quien dice que sólo le quedó una pequeña cicatriz, pero cada noche se desfigura un poco más dándose cabezazos contra la pared), todos los doctorados que se había sacado en los últimos seis meses y la pérdida del trabajo soñado en la NASA, que fue a parar a manos de su odiado enemigo.


Tras esta debacle, Muerte tiene que abandonar los Estados Unidos y no le queda más remedio que continuar sus estudios en otro país. Como cabría esperar de un joven con sus inquietudes y sus complejos, Erasmus le parece poco y se hace discípulo del templo de Shaolín, montando andamios en la cámara 36.

Allí forjará su legendaria armadura en fuegos de magia y ciencia, pero al pobre le hace tanta ilusión probársela que se pone la máscara sin enfriarla. Si aún le quedaba algún moflete sano, esta imprudencia termina de desfigurarlo para siempre.


El acorazado Doctor Muerte regresa a Latveria para aplastar de una vez por todas a Rudolfo, sustituyendo su tiranía por un despotismo ilustrado que convertirá a su amada patria en la envidia de Occidente, gracias a sus revolucionarios avances tecnológicos.


Como primer jefe de estado gitano con inmunidad diplomática, también en la política fue pionero el Doctor Muerte, adelantándose muchos años a Juan de Dios Ramírez Heredia, diputado por la UCD antes de pasarse a las filas del PSOE en uno de los casos más chocantes de transfuguismo (o nomadismo, según se mire) de nuestra joven democracia.
 

El Doctor Muerte dedica el resto de su vida a traer la prosperidad al mundo entero con sus descubrimientos científicos. Lástima que ese advenedizo de Richards insista en desbaratar una y otra vez la utopía que Muerte ofrece generosamente a la humanidad.

Porque Reed Richards (o Míster Fantástico, como ahora se hace llamar el muy fanfarrón) no tuvo bastante con transformar en monstruos a su esposa, su cuñado y su mejor amigo, enviándolos a la Luna en un cohete sin blindaje contra la radiación cósmica (de lo cual le advirtió el supuestamente tonto Ben Grimm), sino que seguía empeñado en arrebatarle la gloria a su compañero de clase.

La verdad es que Richards podría ser un poco más agradecido, teniendo en cuenta que le debe a Muerte la vida de su mujer y su hija, en uno de los partos más complicados de la historia del cómic. Y lo único que el Doctor Muerte pidió a cambio de su ayuda fue que su peor enemigo bautizara a la niña con el nombre de Valeria, como su amor imposible. Porque Muerte tiene su corazoncito, aunque esté lleno de resentimiento y mezquindad.


A estas alturas, habrán llegado a la conclusión de que Shemer Olufunmilayo se podía haber ahorrado sus parrafadas habituales, limitándose a decir que Muerte es un facha, un envidioso y un amargado. Y tienen razón. Ustedes también lo serían si le debieran al diablo su intelecto prodigioso.

Muerte sabe que todas sus ideas geniales, todos sus logros científicos, todas las maravillas que concibe en un instante, son fruto del trato que su madre hizo antes de morir. Y no sólo su grandeza es prestada; ni siquiera se le dio la oportunidad de decidir si vendía su propia alma para alcanzarla.

Lo de menos es que Richards viera el decimal que a él se le escapó; si lo odia con todas sus fuerzas es porque ese patán nunca entenderá la suerte que tiene de que sus pensamientos le pertenezcan.

Por eso, las cicatrices incurables de su rostro no son fruto de un accidente de laboratorio ni de una máscara al rojo vivo. Ni siquiera son el precio del orgullo o la desesperación.


Son el recuerdo imborrable de que, haga lo que haga, hará el mal.

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