Con un poco de retraso (prueben ustedes a atravesar la sabana extremeña en autobús, a ver cuánto tardan), presentamos nuestra crónica de la película Objetivo: La Casa Blanca. Tenía mis reservas, no sólo por el tiempo transcurrido desde su estreno (aunque esto le da cierto distanciamiento histórico a la crítica), sino porque los cuatro gatos que podrían leer mi reseña fueron al cine conmigo. Pero igual se les pasó por alto algún detalle, como suele ocurrir cuando uno está rodeado de bellas mujeres. (Bueno, rodeado, lo que se dice rodeado, no, porque me tocó butaca de pasillo, pero ustedes me entienden.) Así que, sin más preámbulos, empecemos por lo malo, que así podrán entender mejor lo que sí me gustó.
Lo primero que me llamó la atención fue el título en español. Como las distribuidoras patrias llevan haciendo desde los tiempos de Vacaciones en el Mar, nos colaron una traducción que nada tiene que ver con el original. Y es una lástima. Con lo bonito que habría quedado El Olimpo Ha Caído...
Por economía narrativa, preferiría que en el montaje se hubiera prescindido del prólogo. Y me duele decirlo, porque siempre es un placer ver a Ashley Judd (qué injusto ha sido Hollywood con ella). Pero si una escena no contribuye a avanzar la trama o profundizar en los personajes, no sólo es superflua, sino que trunca el ritmo de la película.
Puedo entender que quisieran presentar a los protagonistas en un escenario más apacible. Pero la muerte accidental de un personaje sólo es una buena forma de arrancar una historia si su sombra planea en todo momento sobre el resto del reparto. ¿Cuál es la influencia real de esta tragedia en el argumento? ¿Servir de excusa al despido del agente Bauer, digo Banning? Se me ocurren mejores razones por las que habría que haber expulsado a nuestro héroe del Servicio Secreto. Sin ir más lejos, no cambiar durante años el PIN del móvil de emergencia de la Casa Blanca.
Otro ejemplo es la prolija explicación de las medidas de seguridad mientras Banning y Connor van en la limusina. Si el hijo del presidente sabe que, de todas las cámaras del edificio, sólo cuatro graban el sonido, lo lógico es que, más adelante, haya una escena donde esta información sirva de algo. Si sólo se trataba de dejar claro que Connor puede esconderse a su antojo en los recovecos de la Casa Blanca, no hacía falta entrar en tantos detalles.
Regla número uno del guionista cinematográfico: sólo tienes hora y media para contar tu historia. (A menos que seas Peter Jackson.) Dar datos inútiles tiene un coste que todos los escritores a este lado de Hemingway pasan por alto: dejar otras cosas en el tintero. Por ejemplo, la traición de Forbes. ¿Fue por dinero? ¿Resentimiento por un despido injusto? ¿Ideología? ¿O es que estaba enamorado de Radha Mitchell y quería ofrecer un hombro donde llorar a la mujer del héroe? Pues me encantaría destriparles el final, pero a mí no me quedó nada claro.
Otra cosa que me disgustó fue la poca atención prestada a detalles que a otros les parecerán insignificantes, pero que acaban con mi suspensión de incredulidad. Y no me refiero a las machadas más o menos bestias de Gerard Butler y su cuchillo de comando (sin duda, lo mejor de la película), sino a la incapacidad de las fuerzas aéreas para abatir el avión que invade el país.
Puedo entender que el "parato" en cuestión sea una máquina invencible salida de las pesadillas de los jugadores de 1943, pero la forma en que los cazas norteamericanos intentan derribar el objetivo demuestra que los guionistas siguen pensando que el combate aéreo se libra en dos dimensiones. Las ametralladoras del avión coreano disparan simultáneamente de frente, por los costados y hacia abajo... Pero a ningún top gun se le ocurre dispararle un misil desde arriba.
Repitan todos conmigo: el espacio no es un océano.
Pero la gota que colmó el vaso fue cuando Morgan Freeman ordenó al Pentágono que "pasen a DEFCON 4." O sea, que después de que un avión coreano invada el espacio aéreo estadounidense, se lleve por delante el monumento a Washington y secuestre al presidente Asher, al jefe en funciones del mundo libre no se le ocurre otra cosa que REBAJAR el nivel de alerta nuclear.
Yo diría que, si unos terroristas extranjeros arrasaran la Casa Blanca, lo mínimo sería pasar a DEFCON 2, como en la crisis de los misiles cubanos. Y esto lo sabemos hasta los salvajes de las colonias, empezando por César Strawberry. (¿Shemer Olufunmilayo haciendo alusiones a un grupo de rock español? ¿Qué será lo próximo? ¿Comprarse un disco de Los Secretos?)
Pero, dirán ustedes, ¿no habíamos quedado en que la película le había gustado, señor Olufunmilayo? Pues sí, claro que sí. No me he tragado enteritas las ocho temporadas de 24 para renegar como un hipócrita de esta versión cinematográfica inconfesa. Tan es así que, cada vez que hablaba Mike Banning, en vez de a Jordi Boixaderas, oía a Juan Antonio Bernal. Aunque en algunas escenas, por aquéllo de que el guión tiene demasiados paralelismos con la primera parte de La Jungla de Cristal, era inevitable que Gerard Butler pareciera poseído por el espíritu de Ramón Langa.
Y es una pena que la película no explote con mayor acierto los ingredientes que hicieron de 24 una de las mejores series de la historia de la televisión. Por ejemplo, si en lugar del dechado de virtudes que es el presidente Asher, fuera un sinvergüenza impresentable como el presidente Logan, la dinámica de los personajes sería mucho más compleja y apasionante.
Pero habría cantado demasiado que los productores contrataran al inmenso Gregory Itzin para hacer el papel de Aaron Eckhart (o por lo menos, el de Morgan Freeman, a quien parece que sólo le dejan ser presidente de verdad cuando va a caer un meteorito). Así que nos tenemos que conformar con esos relojes que utilizan la tipografía de 24, para que sepamos que el ataque se va a producir a las 8:00 PM (por lo menos).
En el fondo, la razón de que me gustara tanto El Olimpo Ha Caído (me niego a decir Objetivo: La Casa Blanca) es precisamente que fuera una americanada. Los americanos entendieron hace mucho que sus películas teóricamente menos exportables eran las que más fácilmente se podían colocar en el mercado internacional.
La exaltación del patriotismo es un sentimiento natural, pero en muchas naciones, empezando por la nuestra, existe una vergüenza tan extendida como inexplicable que nos impide decir con la cabeza bien alta (o no muy alta, si es usted jorobado como yo) que una nación de ciudadanos libres e iguales ante la ley se puede sobreponer a todas las guerras y crisis que vengan.
Huérfanos como estamos de un cine español que exalte esos ideales, acudimos en masa a las salas para envidiar la naturalidad con que unos soldados izan la bandera nacional, antes incluso de emprender la reconstrucción del país, mientras el presidente dice: "Que Dios nos bendiga a todos", sin que salga el ceporro de turno a decirle que deje de darle coba a la Conferencia Episcopal.
Podría limitarme a suspirar como Homer y decir: "Ay, nos llevan años de ventaja..." Pero prefiero decir, como mi bloguera favorita: "Yo creo en España. ¿Y TÚ?"
Pero, dirán ustedes, ¿no habíamos quedado en que la película le había gustado, señor Olufunmilayo? Pues sí, claro que sí. No me he tragado enteritas las ocho temporadas de 24 para renegar como un hipócrita de esta versión cinematográfica inconfesa. Tan es así que, cada vez que hablaba Mike Banning, en vez de a Jordi Boixaderas, oía a Juan Antonio Bernal. Aunque en algunas escenas, por aquéllo de que el guión tiene demasiados paralelismos con la primera parte de La Jungla de Cristal, era inevitable que Gerard Butler pareciera poseído por el espíritu de Ramón Langa.
Y es una pena que la película no explote con mayor acierto los ingredientes que hicieron de 24 una de las mejores series de la historia de la televisión. Por ejemplo, si en lugar del dechado de virtudes que es el presidente Asher, fuera un sinvergüenza impresentable como el presidente Logan, la dinámica de los personajes sería mucho más compleja y apasionante.
Pero habría cantado demasiado que los productores contrataran al inmenso Gregory Itzin para hacer el papel de Aaron Eckhart (o por lo menos, el de Morgan Freeman, a quien parece que sólo le dejan ser presidente de verdad cuando va a caer un meteorito). Así que nos tenemos que conformar con esos relojes que utilizan la tipografía de 24, para que sepamos que el ataque se va a producir a las 8:00 PM (por lo menos).
En el fondo, la razón de que me gustara tanto El Olimpo Ha Caído (me niego a decir Objetivo: La Casa Blanca) es precisamente que fuera una americanada. Los americanos entendieron hace mucho que sus películas teóricamente menos exportables eran las que más fácilmente se podían colocar en el mercado internacional.
La exaltación del patriotismo es un sentimiento natural, pero en muchas naciones, empezando por la nuestra, existe una vergüenza tan extendida como inexplicable que nos impide decir con la cabeza bien alta (o no muy alta, si es usted jorobado como yo) que una nación de ciudadanos libres e iguales ante la ley se puede sobreponer a todas las guerras y crisis que vengan.
Huérfanos como estamos de un cine español que exalte esos ideales, acudimos en masa a las salas para envidiar la naturalidad con que unos soldados izan la bandera nacional, antes incluso de emprender la reconstrucción del país, mientras el presidente dice: "Que Dios nos bendiga a todos", sin que salga el ceporro de turno a decirle que deje de darle coba a la Conferencia Episcopal.
Podría limitarme a suspirar como Homer y decir: "Ay, nos llevan años de ventaja..." Pero prefiero decir, como mi bloguera favorita: "Yo creo en España. ¿Y TÚ?"
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